viernes, 25 de abril de 2008

Historias del cielo desde el tejado

Era verano, después de la cena, mi hermano pequeño y yo habíamos recogido los platos y nos disponíamos a subir al tejado tras recoger las mantas de la secadora.

Una vez arriba las desplegamos extendiéndolas cuidadosamente para no resbalar. De vez en cuando alzaba la mirada para ver el espectáculo que se daba lugar en el cielo nocturno y rápidamente volvía a mi labor. Terminamos antes de que llegaran nuestros padres.

Papá ascendió por la escalerilla metálica rápidamente, acto seguido ayudó a mamá, que subía con la respiración algo entrecortada. Una vez allí nos tumbamos en la tela de algodón, papá traía una pequeña mochila con cosas para comer.

Mi hermano y yo siempre nos quedábamos unos minutos contemplando la inmensidad del horizonte. Ya fuera de nuestro atolondramiento observábamos la lluvia de estrellas sobre la luna y alrededor de ella como si de un eclipse difuso se tratara, era la misma lluvia que llevábamos viendo en el transcurso de nuestras vidas; era entonces el momento de pedir a papá que nos contara historias, dirigíamos la mirada hacia su rostro alegre y sin mediar palabra dábamos el visto bueno para que comenzara su narración improvisada y acto seguido cogíamos que llevarnos al estómago mientras escuchábamos atentamente.

Cada día acudía a nosotros una nueva historia sobre esas centellas y fuegos fatuos, esas inmensas luces blancas, amarillas, azules y moradas que aparecían y desaparecían en un instante. Nos hablaba de mitos y leyendas con la voz embargada de emoción, también de héroes, de hazañas y grandes gestas de carisma épico, de batallas milenarias, del honor, la fe y también de la traición y la conspiración. Hablaba de reyes y fieles guerreros, de conquistas y reconquistas, y de armas mágicas poderosas, maldiciones y plagas que todo lo destruían. Narraba sin apartar su brillante mirada del puñado de bonitas estrellas incandescentes pero efímeras, a veces le corría alguna lagrimilla, por supuesto, de emoción.

A la madrugada mi madre se iba a la cama, mi padre recogía las mantas y la comida que había sobrado, nos daba un beso de buenas noches en la mejilla y bajaba. Nosotros nos quedábamos un rato más para oír tenuemente la radio que papá ponía. Ésta hablaba de cosas tristes y otras que no entendíamos, de cifras de muertos, de heroicidades, de generales y tropas, de fronteras y de tecnologías inverosímiles con nombres extraños. Hablaba de una guerra interminable por la liberación de la raza humana.

Aun sin entender nada, y no siendo historias tan bonitas como las de papá, sabía que ambas cosas eran lo mismo. Papá lo negaba. Miré con lástima a mi hermano pequeño, él confiaba plenamente en que lo que papá contaba era verdad.

No hay comentarios: